jueves, 1 de marzo de 2012

SECOS.








Estábamos en el principio de todo. Allí donde suelo recogerme cuando las líneas del tiempo me escupen. Allí donde sólo un hombre es capaz de levantarse y redimirse de si mismo. Jamás he cumplido pero siempre he soplado. Porque los sueños me atenazan cuando parecen libres, y las noches me sueltan cuando me siento preso. 

En el principio de todo. Mis piernas soportaban el peso de mi ser, la seguridad de ver tras el espejo al hombre roto, los ojos mudos, la sombra de mi alma queriendo reventar de júbilo por dejar atrás el desamparo y la tristeza de lo real.
Eso era el principio de todo. Y todos comprendían cuán de largo era el camino recorrido, las lágrimas deshechas, los gritos al vacío interrumpiendo los lazos que me unían con el resto de la humanidad. El poeta se hace del delirio, de la lucha y el contraste. 
Cuerpos desnudos en mi boca, sexo trivial y desesperado, soledad activa. Y todo pasando por la cuerda floja del destino, buscando el equilibrio que jamás se encuentra, ese Ítaca que vamos alcanzando mientras nuestros pies nunca se queden quietos, pero ese final que jamás se toca ni se aprecia, sólo se camina.

En el principio de todo. Allí dónde todo contigo fue fraude. Dónde puede que amaine un verso y ella decida flaquear bajo el embrujo de unas líneas o una conversación a ciegas penetrando su lóbulo con ternura y parsimonia, dejando que la boca arrastre el mal por su mejilla,
que los noctámbulos seamos legión en los clubs y que sólo el tiempo delimite hasta dónde llega el fondo de una página. En el principio del equilibrismo, allí donde me esperas intentando que llegue -lo sabemos- porque jamás arreciará una tormenta como aquella aunque caigan chuzos de punta entre tus pechos y la ciudad se seque bajo tus piernas.

Veintiocho años para saberse mudo ante el futuro. Haciendo balance de los daños, corrigiendo amistades, deshilachando promesas... y haciendo la cama, tan sobria de amor y de sexo. Exijo una mujer desconcertante pero acabo con mi otro yo, lacónico y deshidratado, escribiendo el epílogo de mi penúltima novela: ella no se fue, la largamos. Y asi uno se asoma al balcón del pasado y se ve fuerte para suicidarse contra el suelo y reventar de una vez. El peso del egocentrismo derramado en los desajustes de la humanidad, la redención insulsa que no llegó jamás pero que tiene la conciencia tranquila, por cuanto uno hizo todo lo que debe hacerse para autodestruirse.
Ahí, en el principio de la autodestrucción acaban mis males y empieza el relato.  Y todos son cómplices de eso, la mentira y el escarnio, la improvisación del sujeto haciéndote pensar que tras tus ojos transparentes sólo velarás mi rabia y sus finales mortuorios.

Y por eso ocho ojos, diez ojos, doce ojos se reinventan y se cruzan, se desgastan y se pudren durante cien noches para que alguna voz discordante venga a repetirnos que el día que esto amaine estaremos secos. En el principio de la nada. En la encrucijada del folio y la tristeza.



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