Habitar un dolor
es como pasear un largo invierno
huyendo de miles de paisajes fantasmagóricos.
A veces eso es lo único
que me dejaste: un fantasma
con el que hablo a dentelladas.
En ese hueco, marcado por los años,
me estremezco y me hiero
a partes iguales. Nada responde
sino el aullido temerario.
Te escribo desde las fauces del lobo,
cuando agoto el vaso y tu paciencia,
y me meto dentro del laberinto,
y me escondo detrás de la puerta del váter
huyendo de mí mismo, cobijado
en cientos de preguntas.
Pero tú no entiendes nada. Jamás entendiste.
Es una bola de nieve la que me empuja,
todas mis paranoias y mis pactos,
tus silencios arraigados, la temeridad
del sábado noche en mundos antagónicos.
Tú bebes para desmembrarte, luego te cogen
de la mano tibia y te besan,
te llevan de viaje, te hacen reír.
En una Polaroid queda enmarcado el recuerdo,
la infatigable verdad de los hombres
y el amor preciso. Gotas intermitentes
de placer o deseo. Y nunca estoy en esos planos.
Estoy viviéndote la vida aparte. Eso me pesa
como un verano invencible.
Todos valen más que yo, pequeños dioses
a los que amamantar. A ellos no les pones muros,
no les cierras la celda con llave,
incluso celebrarán tus cumpleaños –imagino-.
Todos me parecieron de carne o eso creo:
Pequeños dioses en la tierra.
Me haces sentir a kilómetros
de lo que alguien puede darte.
Me talas las piernas, me aplastas
contra el cemento. Ya me secaste el corazón
hace ya lustros.
Habitar el dolor y escupirlo
me va a costar perderte.
No conozco nada de ti: solo la angustia
a tus silencios.
Ya no conozco nada de ti en lo real. Sólo el poema
mantiene el vínculo:
la oración desnuda inquebrantable.
https://www.youtube.com/watch?v=NQZhHkeYuwg
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